Con una iglesia de gran tamaño, vestida de madera, esencialmente pino, San Juan Chamula nos remite a un poblado enclavado en un valle chiapaneco, entre montañas y mercados, entre la desazón de la pobreza y la curiosidad foránea, ahí yace un pueblo autónomo cuyos jerarcas visten como los ciudadanos, su poder es aislado al gobierno de la entidad, sus párrocos necesitan anuencia social para siquiera declamar su evangelio…
Ramas de pino se cuelgan y bifurcan con cruces verdes que rodean el poblado, lo colman con un olor agradable, místico, inusual, una verbena de aromas, un sacrilegio remitirlo a una fotografía.
Según se dice, cualquier que ose perpetrar la esencia de la identidad de algún ciudadano de San Juan Chamula a través del uso de una cámara, podría llegar a ser arrastrado, encerrado, excomulgado o simplemente apaleado hasta su destierro por las consignas mismas que la autonomía del poblado permite.
Aprovechando la interminable visita de extranjeros a sus lares, en la iglesia se manifiesta un letrero que exhibe la necesidad de pagar un importe único por completar la visita, a sabiendas que el misticismo en la Iglesia es un argumentos imperdible de la visita, ese esoterismo que sólo adentrándose al inmueble se puede presenciar.
Una vez dentro y con el bolsillo vacío por el uso práctico respaldado por un neo-neoliberalismo, la mágica del lugar recubre las paredes, cubiertas de madera, el techo también de su mismo calibre. Aquí hay santos de todos tipos, colores y sabores para cada creencia. Aquí no se exime a nadie, todos pueden y deben rezar al santo de su devoción, postrando velas con inconfundible meticulosidad y orden. Obsesividad o no, las velas son cuidadosamente organizadas en rectas perfectas alineadas frente al altar de su santo preferido.
La peligrosidad por un error y chamuscar el encierro es latente, el suelo cubierto de ramas y hojas de pino, la estructura fundamentalmente de madera; todo hace de la visita un testimonio más completo, un vaivén de emociones y sentimientos.
Rezos, cánticos y aromas, destazadero de cuellos de gallinas, oraciones, plegarias, sollozos y lágrimas, todo un ritual de ingentes latitudes, un destello de la importancia de la fe y el poder que conlleva este mismo.
Dejemos San Juan Chamula con sus santos, su misterio y ese elixir mágico-remedial venerado que es la Coca-Cola, esa bebida mística internacional que deambula por doquier como si hubiese hecho un pacto diabólico. Se dice, el ingrediente que la hace oscura es complemento de creencias ancestrales en esta comunidad, y su gasificación matiza con el ritual del eructo para dirimir a entidades perniciosas…
Viro mi cabeza ya en el colectivo para presenciar un espectacular que me despide, uno que Coca-Cola ha regalado a su población consentida, a San Juan Chamula, esa comunidad que me dice hasta pronto con su misticismo estoico, esa autonomía excéntrica que se mezcla desenfadadamente con ese neoliberalismo avasallante que aprovecha cada rincón y espacio para magnificarse…
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